Lester Bowie mira a los ojos, desafiante: «Art Ensemble of Chicago soy yo», viene a decirnos cual Rey Sol reencarnado en batín. Don Moye habla de A.E.O.C. como de un bien de propiedad compartida. Es el quinto A.E.O.C., como Zeppo era el quinto Hermano Marx, después de Gummo, Chico, Harpo y Groucho, que, no obstante, para la historia fueron tres y, como mucho, medio más por lo que corresponde al zeporro de Gummo (de Zeppo no se acordó ni la autora de sus días).
Como no podía ser de otro modo, este hijo de Detroit, una «fuerza de la Naturaleza» según le ha llamado con propiedad el cronista, se hizo con el puesto al que otros habían opositado y al punto impuso su autoridad. Le vimos en el Teatro Alcalá-Palace -pongamos que hablo de Madrid- en noche que no olvidaremos mientras vivamos, y otra vez, con las rayas de la metáfisis surcando su rostro o a barba vista, con A.E.O.C. y derivados, y con Los Leaders en sus distintas metamorfosis y con el trío de Kirk Light- sey, que es una especie de Leaders en pequeñito.
Vino esta última vez con el larguirucho pianista - quien para siempre será «el pianista de Dexter Gordon» en la noche en que «Desiderio-Desiderio (siempre triste, nunca serio)» nos enseñó en qué consiste el jazz, en un campo de fútbol perdido en la inmensidad del extrarradio matritense- para tocar una semana en el Café Central de la Villa y Corte, dos días en el Café España de Valladolid y uno más en Bilbao, abriéndose un hueco entre el ejército de loritos de la tradición (Iglub!) de sólo 21 años de edad -coro de perplejidad- convenientemente arrullados por las multinacionales del disco misil tierra-aire, que están que beben los vientos por estos chicos.
Don Moye pertenece a una especie en vías de extinción: la de los músicos que, además de hacer música, piensan -puede comprobarlo el lector en la entrevista adjunta-. Como miembro de A.E.O.C. participó en la última gran aventura del jazz moderno que fue la perpetración de la Great Black Music, especie esencialmente omnívora en cuya virtud cifraron sus promotores las esperanzas de regeneración del jazz. Los años les/nos han jugado una mala pasada.
En tiempos en que los destinos de la música de nuestros amores se rigen desde las mesas de los despachos, con los instrumentos musicales en manos de los no-pensantes (ergo cabezas-cuadradas), pagó su rebeldía con el exilio y la marginación.
Uno, en su inocencia, se veía a sí mismo llegado a la edad provecta, compartiendo unos spaghettis al pesto con Don Moye, contemplando ambos el mundo y a sus gentes desde la perspectiva del chico malo finalmente reconocido y el crítico de jazz corrupto pero no demasiado y a lo mejor es que contra Wynton/Alvarez del Manzano vivimos mejor.
Curiosamente, en este Madrid de tono gris-tonto, Moye se aproximó como nunca a la idea que se tiene del batería de jazz como inscrito en una tradición que se remonta a los tiempos de Nueva Orleans y se redefine a partir de la aportación de Kenny Clarke (de todos modos, el gremio de los baterías viene siendo el estamento más dinámico, dentro de lo que cabe, entre los nuevos jazzistas).
Uno piensa que hora es de poner las cosas en su sitio y restituir su orden natural a los acontecimientos. Que el mundo facundo del jazz haya apartado de su lado a Don Moye -a él y a todos los que son como él-, es una infamia. Que, a lo más, se le aparque en el apartado dichoso de la vanguardia, sub-especie de folclóricos, como forma sutil de tenerlo sujetito.
Una música que avanza hacia atrás y secciona la parte de su pasado que no se aviene con los intereses de quienes se dedican a venderla, define a quienes la practican, pues no sólo es una injusticia: es del género idiota (Lou Reed lo vió antes que nadie, los llama «músicos idiotas») porque es suicida (de haber tocado jazz, a Bela Bartok se le seguiría considerando hoy vanguardia). En tanto en cuanto Don Moye siga en la brecha, seguirá siendo uno de nuestros héroes.
© CDJ - NRO 28 - Jose M. García Martinez
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