Cuenta la leyenda que una noche –terminando la década del ’60 del siglo pasado en París, durante un recital, el saxofonista Roland Kirk se acercó al -entonces ya- gran Miles Davis, y le preguntó el porqué, en su música, acerca del cambio de dirección hacia lo eléctrico –refiriéndose a la nueva instrumentación con que jugaba por entonces: bajo, pianos y guitarras eléctricas.
La respuesta fue la esperable por Miles: “Tú lo sabes, siempre tenemos que cambiar…”
El propio Miles diría acerca de ese momento de su carrera, años más tarde en su autobiografía: “Yo quería cambiar de rumbo, tenía que hacerlo, pero sólo para seguir amando lo que tocaba y creyendo en ello”. Semejante declaración de amor y fe no se encuentra todos los días. Duke Ellington lo había bautizado alguna vez a Miles como el Picasso del jazz, y explicando su sentido: alguien que hizo de la búsqueda y el rechazo a los límites un leit motiv, lo que no siempre le jugó a favor de su música.
Bitches brew, grabado en 1969, una semana luego de finalizado el festival de Woodstock, se constituyó en el último paso de Miles para reinventarse y es considerado para muchos, el acta de nacimiento de un estilo que llegó para irse al cabo de algunos años: el jazz-rock, o como lo llaman los puristas el “jazz-fusión”. Lo real es que en todos los protagonistas de esta historia –los músicos- la sensación no sólo era no tener del todo claro lo que se estaba tocando durante los tres días que duró la sesión de grabación, sino también el estar a las puertas de algo nuevo. A punto tal, que el disco lleva un subtítulo que no es caprichoso ni egocéntrico: “Nuevas direcciones en música por Miles Davis”.
En los tiempos previos a la grabación de Bitches, Davis estaba inmerso y “atado” a su histórico quinteto, esto es: Miles, Wayne Shorter en saxos, Herbie Hancock en piano, Ron Carter en bajo y Tony Williams en batería; una formación que llegó alto en términos de sutileza, química mutua y creatividad. Pero hubo algo que llevó a Miles a creer que el círculo del quinteto estaba cerrado, así como en su momento abandonó el bebop para crear el cool y luego el jazz modal. Pero esta vez el salto lo llevaría demasiado lejos, a territorios poco explorados por él. Lo que se escucha a lo largo de las casi dos horas de Bitches Brew, es un plafón sonoro que se sostiene sobre todo en las “cortinas” de pianos eléctricos que tocan Chick Corea y Joe Zawinul (siempre fue un ‘gil’ Miles para elegir a sus músicos) más el aporte de John McLaughin en guitarra. Por sobre esa base, Miles toca desnudando un estilo que se reiteraría en la mayoría de sus discos posteriores a Bitches y cuya marca de fábrica es esta: la exquisita trompeta con sordina, sonando en cuentagotas y en soledad, casi apartada de los demás instrumentos; algo que también ocurría como un correlato de lo que sonaba en el disco, en las presentaciones en vivo de la banda. Miles a un costado, con el resto de los músicos en otras zonas del escenario, incluso como tocando otra cosa, quedando como una base necesaria para que resalte ‘la soledad del trompetista’. Como si luego de los años pasados, luego de haber probado todas las combinaciones posibles entre instrumentos, la soledad sólo fuera posible contra un fondo musical que tocan otros.
Alguien que confunde lineamientos morales con estilos musicales como Winton Marsalis, supo decir alguna vez (y debiera haberse lavado la boca con jabón primero) que el motivo principal del paso de Miles hacia el rock era querer conseguir chicas (si lo hubiera sabido a esto Charly antes de su disco).
Si lo hizo o no, no es motivo que entra en éste análisis, pero que pedazo de disco nos dejó para la historia. Y cuantas bandas –empezando por Weather Report, terminando por Dave Matews Band y pasando por tipos como Dave Holland- le deben “alguito” a este disco.
Escrito por Guillermo Almada
de su blog : http://el-parlante.com
La respuesta fue la esperable por Miles: “Tú lo sabes, siempre tenemos que cambiar…”
El propio Miles diría acerca de ese momento de su carrera, años más tarde en su autobiografía: “Yo quería cambiar de rumbo, tenía que hacerlo, pero sólo para seguir amando lo que tocaba y creyendo en ello”. Semejante declaración de amor y fe no se encuentra todos los días. Duke Ellington lo había bautizado alguna vez a Miles como el Picasso del jazz, y explicando su sentido: alguien que hizo de la búsqueda y el rechazo a los límites un leit motiv, lo que no siempre le jugó a favor de su música.
Bitches brew, grabado en 1969, una semana luego de finalizado el festival de Woodstock, se constituyó en el último paso de Miles para reinventarse y es considerado para muchos, el acta de nacimiento de un estilo que llegó para irse al cabo de algunos años: el jazz-rock, o como lo llaman los puristas el “jazz-fusión”. Lo real es que en todos los protagonistas de esta historia –los músicos- la sensación no sólo era no tener del todo claro lo que se estaba tocando durante los tres días que duró la sesión de grabación, sino también el estar a las puertas de algo nuevo. A punto tal, que el disco lleva un subtítulo que no es caprichoso ni egocéntrico: “Nuevas direcciones en música por Miles Davis”.
En los tiempos previos a la grabación de Bitches, Davis estaba inmerso y “atado” a su histórico quinteto, esto es: Miles, Wayne Shorter en saxos, Herbie Hancock en piano, Ron Carter en bajo y Tony Williams en batería; una formación que llegó alto en términos de sutileza, química mutua y creatividad. Pero hubo algo que llevó a Miles a creer que el círculo del quinteto estaba cerrado, así como en su momento abandonó el bebop para crear el cool y luego el jazz modal. Pero esta vez el salto lo llevaría demasiado lejos, a territorios poco explorados por él. Lo que se escucha a lo largo de las casi dos horas de Bitches Brew, es un plafón sonoro que se sostiene sobre todo en las “cortinas” de pianos eléctricos que tocan Chick Corea y Joe Zawinul (siempre fue un ‘gil’ Miles para elegir a sus músicos) más el aporte de John McLaughin en guitarra. Por sobre esa base, Miles toca desnudando un estilo que se reiteraría en la mayoría de sus discos posteriores a Bitches y cuya marca de fábrica es esta: la exquisita trompeta con sordina, sonando en cuentagotas y en soledad, casi apartada de los demás instrumentos; algo que también ocurría como un correlato de lo que sonaba en el disco, en las presentaciones en vivo de la banda. Miles a un costado, con el resto de los músicos en otras zonas del escenario, incluso como tocando otra cosa, quedando como una base necesaria para que resalte ‘la soledad del trompetista’. Como si luego de los años pasados, luego de haber probado todas las combinaciones posibles entre instrumentos, la soledad sólo fuera posible contra un fondo musical que tocan otros.
Alguien que confunde lineamientos morales con estilos musicales como Winton Marsalis, supo decir alguna vez (y debiera haberse lavado la boca con jabón primero) que el motivo principal del paso de Miles hacia el rock era querer conseguir chicas (si lo hubiera sabido a esto Charly antes de su disco).
Si lo hizo o no, no es motivo que entra en éste análisis, pero que pedazo de disco nos dejó para la historia. Y cuantas bandas –empezando por Weather Report, terminando por Dave Matews Band y pasando por tipos como Dave Holland- le deben “alguito” a este disco.
Escrito por Guillermo Almada
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