Antes que nada comentarles a todos los amigos que el Sábado 01-11-08 estaré en Buenos Aires, compitiendo con este programa por el PREMIO TANGO como mejor ( o no ) Programa de Jazz junto con otros 2 espacios radiales dedicados a la difusión de esta rareza que tanto queremos: El Jazz. Un orgullo, ya que es la tercera nominación de Impronta de Jazz a nivel Nacional un logro a base de mucho sacrificio y esfuerzo que nos pone muy contentos, a la vuelta estaremos contándoles las novedades, pero estar entre los 3 mejores ya es una apremiación en si misma.
En consecuencia el programa saldrá grabado.
Como he notado que a muchos amigos que entran al blog les gustan las notas acerca del género, quizás más que las críticas de discos vuelvo a subir una nota que en su momento me cedió ese gran poeta de las palabras que para mí es Carlos Sampayo, radicado desde hace tiempo en España.
A él lo conocí cuando acá entraba Cuadernos de Jazz, revista de alta gama si las hay y me sorprendía la fineza de sus análisis. Después con el tiempo por medio de una revista Argentina me enteré de la edición en aquel entonces de su libro "Memorias de un ladrón de discos" ( que recomiendo con los ojos cerrados que lo compren ), exquisito trabajo acerca de una memoria personalísima en la cual se entrecruzan vivencias personales, personajes que iba conociendo en el camino y los surcos de los vinilos de Ellington, Amstrong, Powell y muchos otros.
Su atinado comentario, su tercer oído a la hora de despojarse de referentes o no, para escribir sobre un artista o simplemente explayarse con ensayos cortos o largos sobre distintos temas, le da carta abierta a la hora de confiar en su buen gusto y dirigirnos a la tienda de discos. El libro mencionado más arriba tiene su continuidad :"Nuevas aventuras del ladrón de discos". Lo dicho, si se lo cruzan échenle mano les aseguro una prosa placentera. Disfruten de este escrito y nos vemos a la vuelta.
En consecuencia el programa saldrá grabado.
Como he notado que a muchos amigos que entran al blog les gustan las notas acerca del género, quizás más que las críticas de discos vuelvo a subir una nota que en su momento me cedió ese gran poeta de las palabras que para mí es Carlos Sampayo, radicado desde hace tiempo en España.
A él lo conocí cuando acá entraba Cuadernos de Jazz, revista de alta gama si las hay y me sorprendía la fineza de sus análisis. Después con el tiempo por medio de una revista Argentina me enteré de la edición en aquel entonces de su libro "Memorias de un ladrón de discos" ( que recomiendo con los ojos cerrados que lo compren ), exquisito trabajo acerca de una memoria personalísima en la cual se entrecruzan vivencias personales, personajes que iba conociendo en el camino y los surcos de los vinilos de Ellington, Amstrong, Powell y muchos otros.
Su atinado comentario, su tercer oído a la hora de despojarse de referentes o no, para escribir sobre un artista o simplemente explayarse con ensayos cortos o largos sobre distintos temas, le da carta abierta a la hora de confiar en su buen gusto y dirigirnos a la tienda de discos. El libro mencionado más arriba tiene su continuidad :"Nuevas aventuras del ladrón de discos". Lo dicho, si se lo cruzan échenle mano les aseguro una prosa placentera. Disfruten de este escrito y nos vemos a la vuelta.
Jazz: Apocalipsis, integración y disolución asegurada, por Carlos Sampayo.
Cuando yo era chiquito, el jazz era la música que más se bailaba en el mundo, un mundo que, no obstante las calamidades del momento, aún no había perdido del todo el candor. Al compás de la música swing algunos se preguntaban cómo había podido ocurrir lo que ya sabemos. Los más lúcidos se decían que si había ocurrido un par de veces podía instaurarse y repetirse como tantos hechos luctuosos en la historia, que aúnan periodicidad con retoques. En esos mismos años, antes o después de que se emitieran otros suspiros del género humano, el jazz perdía su linealidad, sus formas cándidas, su himen. Los consumadores se llamaron Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Thelonious Monk y Bud Powell, compinchados con una segunda fila tan deseosa de alteraciones como incómoda por no estar más acreditada. Así nació el jazz (llamado) moderno y con él, a finales de los años cuarenta, desapareció lo que había sido su propulsión somática: el baile.
Los aficionados de oído fino no lloraron ese fin de período. Muchos músicos lamentaron que el desplazamiento hacia el terreno de la “música para ser escuchada” los dejara sin trabajo: desaparecieron las bandas de swing y, empujada por el rhythm and blues nació su forma espuria y aún vigente: el rock and roll.
Desde entonces el jazz evolucionó, protagonizó corrimientos laterales, involucionó, volvió a evolucionar y se nutrió de cuanto pudo, siempre que esos aportes estuvieran en consonancia con sus fundamentos y que no alteraran su papel de protagonista y rey del mambo (hasta del mambo dicho con propiedad descriptiva llegó a nutrirse con el matrimonio entre el cubano Chano Pozo y Dizzy Gillespie. Pozo, además, aportó un granito de arena a la poca respetabilidad del género y el escaso crédito que obtenía de los oídos académicos, dándose el lujo de ser apuñalado y muerto en plena calle). No obstante ése y otros acaecimientos de dudosa honra, fue una música que transitó, en menos de un siglo, por todos los momentos evolutivos a que está destinada la expresión humana cuando no es un folklore y se concede el lujo de despegarse del tronco primigenio.
El recorrido nace en las diversas fuentes confluentes a finales del siglo XIX –el blues, los cantos de trabajo, los negro spirituals, el ragtime, la música de tradición europea--, se insinúa como forma evolucionada a través de la integración en varias ciudades de Estados Unidos (con Nueva Orleans como paradigma limitativo) y logra la síntesis a finales de la segunda década del siglo XX. De allí en más, mediando transformaciones no siempre incruentas (a finales de los años veinte aparecen los primeros críticos y especialistas en la materia, con consecuencias no siempre integradoras), una suma de madureces --cada una de las cuales tiende a arrogarse la cualidad de resolutiva— conduce al jazz a la disolución de la forma en los años sesenta. ¿Murió el jazz entonces? Muchos, desesperados por lo que siguió a esos hechos, pensaron que sí. Otros, sobre todo músicos, se lanzaron a la invención de algo que les diera sustento. Es evidente que la música de Cecil Taylor, el último John Coltrane, el cuarteto de Ornette Coleman o Albert Ayler no daba para llenar locales específicos semanas enteras y, mucho menos, para vender discos. Eran los años de la New Thing, Free Jazz o como quiera llamárselo, y el público, confundido, tendió a abandonar el jazz en todas sus formas, incluidas las más tradicionales.Con la reproducción sonora la música se nutre de la juventud. En los años sesenta, los jóvenes melómanos ya eran jóvenes consumidores. Este nuevo papel necesitaba, en el aspecto musical, de un objeto (o idea) de deseo que excediera los límites del disco. ¿Inventar una música? ¿Por qué no? A principios de la década del sesenta Duke Pearson, un talentoso pianista y compositor --que fue director musical del sello Blue Note-- advirtió que el jazz estaba abandonando a los jóvenes negros. Es más, quizá intuyera que lo que más sufría el abandono era el continuo constituido por los cuerpos de esos jóvenes. La respuesta concordante del público (negro y blanco) fue abandonar el jazz. En consecuencia sugirió a los directivos de la empresa y puso en marcha lo que podría haberse llamado operación bogaloo, un invento que consistía en insertar, en los discos del sello donde cupiera, piezas con posibilidades bailables (hay ejemplos suficientes en los discos de Lee Morgan, Donald Byrd, Freddie Hubbard, Hank Mobley y el propio Pearson). Estas incursiones cinéticas no sirvieron más que para que algún nostálgico de arrabal regresara transitoriamente al jazz, ensayara unos pasos y se rindiera a la evidencia de que el meneo estaba en otra parte, es decir, en otra música. El jazz, no obstante las buenas intenciones de Pearson, había abandonado su matriz popular mucho antes de las disoluciones propias del free e implacablemente atribuidas a sus representantes principales. Diez años antes, los “mambos” de Gillespie, Pozo y el compositor cubano Chico O’Farrill ya eran mucho más escuchados que bailados.
Pero es necesario hacer justicia: lo de entonces era difícil y provocaba situaciones de desorden y discordia.
Ni el free jazz tomó forma como tal de la noche a la mañana, ni debió colocársele la etiqueta de última consecuencia de una evolución acelerada como el siglo en que se estaba. También diez años antes, en la misma época de Pozo y Gillespie, Lennie Tristano –pianista y compositor ciego de Chicago– ensayaba unas formas decididamente libres con su sexteto (donde tocaban los saxofonistas Lee Konitz y Warne Marsh, sus discípulos). Lennie Tristano es a Cecil Taylor lo que, en artes plásticas, Cézanne al expresionismo abstracto; sólo que el tiempo que separa el ensayo de la consumación es, ahora, en la cronología específica del jazz, vertiginosamente corto.
Cada momento convocó al Apocalipsis, cada reflujo a la integración.
Cuando las free forms terminaron de definirse como la instancia concluyente –para muchos el último movimiento de un crimen de lesa sensibilidad humana–, el jazz volvió a mirar al cuerpo, inventándose una música que, aunque bien podría haber sido celebrada mediante movimientos y pasos, nunca fue bailada. Hacerlo era quitarle respetabilidad. Eran los años setenta y se daba paso a un fenómeno que, a falta de otra síntesis, llamaremos fusiones.
En esencia se trataba de una incursión de los músicos de jazz en el mundo de la música juvenil, especialmente el rock and roll en sus diferentes formas derivadas. A esta nueva música los jazzmen –instrumentistas y compositores muy preparados en los aspectos técnicos y teóricos de los instrumentos y la música misma—aportaron el refinamiento y la cultura (entendida como suma de conocimientos y reflexiones); era la astucia del aristócrata que se inserta en el mundo lúmpen. La primera línea de esta modalidad musical (que fueron varias a través de los años) la aportó Miles Davis con obras grabadas y actuadas en las que suele percibirse una gran belleza formal. Al contrario que otros músicos –como el ya mencionado Donald Byrd, que también incurrió en la vía del peculio estelar– Davis se reservaba espacios donde poder colocar, a veces sólo con una nota sostenida, señas y signos de su personalidad artística. Dentro de la parafernalia de sonidos eléctricos, la puesta en escena –que incluía una sexualidad apenas sublimada– y la pulsión rítmica á la mode, Davis se movía como el suicida no consumado; sus sonidos, que eran un desgarro, podían estar diciéndonos que él y su trompeta habían escapado de las zarpas de la disolución por un pelo, o un segundo. Ciertamente, una audición de su última música no eléctrica ni “fusionada” nos indica que también él –como integrante del selecto grupo de vértebras del raquis del jazz— había estado a punto de caerse en el pozo séptico… y en la pobreza material. La exhumación de las sesiones en vivo de su último quinteto (“acústico”) en el Plugged Nickel de Chicago muestra ese deslizamiento dramático y hasta deja oír los gemidos de auxilio de los cuatro jóvenes y un hombre hecho y derecho: Ron Carter, Wayne Shorter, Herbie Hancock, Anthony Williams y Davis. Todos ellos, con la excepción de Carter, se encaminaron hacia una música aceptable por las masas. Apocalipsis. Integración. Muerte de unas almas, alivio de otras.
La crítica, lamentosa o de parabienes. ¡Ay que ver cómo saben convivir los expertos! “El regreso a formas canónicas ya es del todo imposible”, escribió un crítico afamado e italiano, relacionado con los medios de la izquierda moderada. “¿Cómo es posible que tanta belleza haya tenido un final innoble?”, dijo un aficionado vejete por la radio, en un programa participativo; “y esto no es nada en comparación con lo que vendrá: la desaparición de la memoria sonora, el confinamiento a discotecas particulares y, después, a las memorias de quienes tengan memoria musical”, concluyó un superviviente del “sesenta y ocho” europeo, memorioso vocacional. Me hago cargo de esa desesperación colectiva, la comprendo: en su momento me llegaron esas lamentaciones. Y parabienes, como los de personas tan conspicuas como Joachim E. Berendt y Arrigo Polillo, que saludaron la irrupción de esa música con corrección política –como se insinúa desde hace algunos años que debe definirse la capitulación– y talante democrático. (¡Prohibido negarle validez a nada que emane de las culturas no protegidas! Faltaría más.)
Entretanto, un tipo de jazz no impregnado comenzaba a tomar forma y sus cultivadores a tener un respiro en los festivales específicos que, en los años setenta, comenzaron a formar un tejido tenso y salvador. En esos escenarios multitudinarios también tuvieron lugar donde colocarse personas que no habían sucumbido a la tentación conservando sus estilos, al momento, considerados perimidos. De este modo, al tiempo que las fusiones languidecían, en el transcurso de diez años ocurrieron asombrosas integraciones y sobrevivo cierta, digamos, calma.
En primer lugar, surgió un jazz esencial nutrido de las fuentes del free y el blues. Es verdad que ya estaba allí, latente y palpitante, pero desde Chicago empujó un flujo que se permitía ignorar no sólo las etiquetas estilísticas sino también las consideraciones que las justificaban, (porque el crítico cuando compara es que compara de verdad y a ninguno le interesa comparar por frivolidad). Chicago dio lugar a asociaciones de jazzmen sobre todo interesados en la música. Los ejemplos de la época podrían llevar los nombres del Art Ensemble of Chicago, Muhal Richard Abrams y David Murray, aunque la propagación se extendió a otras ciudades y a muchos músicos y orquestas. Entretanto, desde Nueva Orleans –“cuna” aceptada del jazz— se proyectaban reflejos del pasado atravesados por el bebop: música de fanfarria con alma contemporánea (el jazz siempre incluyó la ironía entre sus “sentimientos”). Quizá la procedencia festiva, el clima propenso a los placeres y dolores de la carne, la comida picante y la fruición que proporciona el estar desenterrando un muerto vivo, hicieron de la nueva música de Nueva Orleans una avanzadilla de renacimiento del jazz. Un apellido, el de la familia Marsalis, sintetiza esta corriente aunque no termina de definirla. La saga se continúa, hoy día, en ejemplares de jazzmen puros como el saxofonista Wessell Anderson y el trompetista Nicholas Payton.
Aparentemente, esas músicas no tenían mucho que ver entre sí, aunque alguien se sacara de la chistera la idea de que el jazz, que en los años diez y veinte había emigrado de Nueva Orleans a Chicago, ahora hacía el viaje a la inversa. Invito a preferir la idea de la autonomía y superposición; da más alegría al resultado.
Esas dos corrientes impetuosas y paralelas, más la reserva de lo que no había muerto en épocas de desprecio, se encontraron entonces con un público sorprendido y algo amanerado como consecuencia del monumentalismo instaurado con las fusiones. Los más fieles amantes del jazz, sospechando que su música era una forma de arte frágil, carente de armas defensivas, se habían resignado a que cayera definitivamente ante el primer ataque serio. Un ataque proveniente de sus propias filas. Habían circulado aires de alta traición y el descreimiento cundía impidiendo que las mejores orejas advirtieran unos nuevos flujos que les traerían la renovación del placer, el reencuentro con unas partes de sus almas. Éstos, no apocalípticos, desintegrados.
Pero hubo incomodidad. Por un lado por la aparente aridez de la música de Chicago, por otro por el “conservadurismo” moderno de Wynton Marsalis y compañía, integrados hasta el mango. Desazón. Apocalipsis. Algo estaba faltando y no se sabía qué era. Alguien sospechó que la recuperación no sería plena sin un reflotar de la inocencia; pero la inocencia ya no es un valor cuando hemos traspasado sus cortafuegos; más allá, la quemazón. El revival de la música swing y de sus derivados sólo sirvió para que viejitos largamente jubilados, generalmente ingleses, sacaran los charoles del armario y en el reflejo comprobaran, lánguidamente, que las arrugas de sus caras también estaban en la historia, en las vidas que les tocó vivir, que en parte se movieron al ritmo de las bandas de Count Basie, Jimmie Lunceford y Charlie Barnet (por nombrar extremos aplicables a los años treinta y principios de los cuarenta). Los sonidos del nuevo swing de laboratorio, no obstante la honradez de muchos de sus practicantes, nos insinuaban que allá en el paraíso Count Basie reía de pura compasión. En Chicago y Nueva Orleans (la limitación de los emplazamientos es para abreviar) se dieron cuenta de que no se trataba de recuperar nada porque nada se había extraviado, sino que había estado latente.
La habilidad consistía en recuperar el acervo allí donde había sido abandonado, y que un nuevo flujo permitiera incorporaciones hasta el momento inusuales. El cuerpo del jazz andaba necesitado de cimbronazos, tal y como los cuerpos de quienes escuchaban. Quizá se tratara nada menos que de readmitir la llamada raíz popular; una cepa que en el jazz estaba muy cercana, al alcance de la mano. Fue entonces cuando en Estados Unidos tuvieron que ceder terreno y hundir su orgullo en el légamo general, el mundo. Nadie se había dado cuenta pero en Suecia, en los años cincuenta, Lars Gullin y Jan Johannson recurrieron a la tradición folklórica propia para crear un nuevo cuerpo de standards; era una usanza más cantabile que orgánica, más bolerística que baladística, pero apelaba a otra memoria sin salirse del cauce jazzístico. Nadie se enteró, pero fue un paso con substancia. En la Europa del postfree y la postfusión hicieron aparición diferentes modalidades de recuperación de las tradiciones populares propias, entroncadas con el jazz más canónico. Los gitanos franceses y húngaros, por ejemplo, fundieron con naturalidad una tradición nómada (el violín y el acordeón son instrumentos con los que se puede huir si los acontecimientos empujan o los nazis vuelven) con la férrea condición urbana del jazz; así, caballos y automóviles, cemento y polvareda obtuvieron carta de representación sonora a través de un estilo que también es jazz y que no tiene representación ni en Chicago ni en Nueva Orleans (aunque algo de él, un punto de contacto con los cuerpos que se desplazan, tiene que ver con las fanfarrias de los cortejos fúnebres de N.O.). ¿Integrado? No, más bien desintegrado; nunca apocalíptico.
Y cundió esa forma de la alegría que concede la certeza de una supervivencia. Al margen de las corrientes invalidadas por sus rigideces, el jazz era invadido y estimulado en su propia sangre por unos dardos provenientes de no se sabía dónde. ¿Quién lo hubiera dicho? Emanaciones de la música de bandas populares italianas, como en las composiciones y realizaciones del clarinetista y saxofonista Gianluigi Trovesi, penetraron en un terreno que, ahíto de academicismo, daba luz a los fundamentos del jazz italiano de vanguardia; música que invita a ensoñar movimientos que entroncan con la tradición de las cosechas y el trabajo industrial y que mira a los mitos del bosque, el mar, las fábricas y la resistencia partisana.
También la expatriación trajo nuevos aires. En Francia, el pianista ex yugoslavo Bojan Zulfikarpasic (llamado Bojan Z. con el fin de evitar tropiezos) introdujo aires balcánicos en una música que logró la adhesión de la plana mayor de los instrumentistas franceses y también de la crítica especializada. Este jazz de la desintegración de la unanimidad invita, festivo o melancólico, a una integración del cuerpo danzante; los más audaces podrán perecer en el intento, pero la invitación está allí, con unas pulsiones rítmicas desbocadas y unos juegos melódicos que nos recuerdan el paso del Imperio Otomano por ese mundo hoy fragmentado.
En España el pianista andaluz Chano Domínguez y el saxofonista valenciano Perico Sambeat han logrado dos comuniones diferentes pero convergentes. El primero, siguiendo indicaciones dadas por Miles Davis y Gil Evans hace cuarenta años, reabre los momentos de encuentro natural entre la tradición del flamenco, la del piano clásico y la del trío jazzístico, con unos resultados que se taconean y acompañan con palmas (a veces incorporadas en sus espectáculos y grabaciones). La última música de Sambeat acoge –después de unos comienzos jazzísticos apegados al tronco principal– la palma de la tradición gitana y el tambor del caribe con una correspondencia natural y refinada. La región de la que procede, el Levante español, tiene una gran tradición de bandas populares, que es reivindicada por muchos músicos valencianos que en esos ámbitos populares y festivos comenzaron a tocar sus instrumentos. En Valencia la gente baila con las bandas.
En Argentina se tiende a la consanguinidad del jazz con formas propias, entendiendo esa relación a través de un vínculo –que se cree natural y que quizá lo sea– entre tradiciones populares diferentes, aunque con conjugaciones indirectas (como el común origen prostibulario y barriobajero entre el jazz y el tango). El tango ha encontrado una vía de escape hacia el jazz a través de la música del pianista Adrián Iaies. Escuchada desde el apego a una de las dos modalidades, la música de Iaies es más la otra que la propia; dado que esta sensación se percibe desde ambos ángulos con el mismo malestar (quizá todo acotamiento sea, efectivamente, un ángulo filoso que impide mover el cuerpo y cualquier excitación fuera de lugar), debemos convertirnos en un fiel que reparte el peso estableciendo un nuevo parámetro, sin márgenes para la intolerancia. Así, tenemos jazz que se puede escuchar y bailar como tango, y tango que se puede bailar y escuchar como jazz. Dos Apocalipsis convergentes se anulan mútuamente por suerte para los supérstites. Otra historia es la de la inclusión de la tradición folklórica: las chacareras se han mostrado muy adecuadas tanto al revoleo de patas como a los solos del mismo Iaies o de cualquiera de los músicos del Quinteto Urbano, que hace una música que –no obstante la apariencia– sólo un necio se atrevería a definir como hardbop.
Todo esto ocurre en “las afueras”. ¿Qué pasa, contemporáneamente, adentro, por ejemplo en Nueva York? Allí desembarcó el Caribe, llegó la verdadera pachanga, el jazz se llenó de sexo nuevo, de vida. La irrupción de Puerto Rico y Cuba (pero también de Santo Domingo, Panamá y Venezuela) ha dado lugar a unas pulsiones sólo lejanamente emparentadas con la música de Gillespie y Chano Pozo. El llamado Latin jazz (una etiqueta reduccionista y de marketing) recrea un mundo por ahora establecido en la periferia de un sistema que casi sucumbe en 11 de setiembre de 2001; es música de pobres, de bilingües, de desclasados y comedores de picante; música de gente que baila para celebrar que baila; personas que celebran la posesión de un cuerpo. Un gran saxofonista se llama Sánchez, otro Zenón, hay pianistas que se llaman Pérez o Simón, contrabajistas que se presentan como Benítez y bateristas que firman Cruz, como Adam Cruz. Y la música que hacen, ignorando a apocalípticos e integrados, es jazz porque esa palabra nunca tuvo vocación (como si las palabras la tuvieran) de asentarse en un lugar, o sentarse en un trono. Igualmente, una nueva integración –entendida como el rescate de una tradición dormida– está siendo asumida por los nuevos burgueses de la cultura negra, con Wynton Marsalis a la cabeza. El montaje de suntuosas bandas swing tiende a restituir tanto un orgullo cultural perdido como una elasticidad del cuerpo adormecido en el consumo de la música pasiva; no deja de ser un detalle de amor hacia los abuelos ya desaparecidos.
Estas formas de jazz desintegrado, en regiones no necesariamente convergentes, son también una sola forma. Como lo era, por ejemplo, en 1960, cuando todos los estilos y los momentos evolutivos convivían. Como todo arte, esta segunda parte multiforme del jazz tiende a su disolución.
©2003 Carlos Sampayo es critico y escritor radicado en España de una de las mejores revistas de Jazz escritas en nuestra lengua " CUADERNOS DE JAZZ " revista que una vez que se acabo la paridad con el dolar nunca mas entro al pais.-
Los aficionados de oído fino no lloraron ese fin de período. Muchos músicos lamentaron que el desplazamiento hacia el terreno de la “música para ser escuchada” los dejara sin trabajo: desaparecieron las bandas de swing y, empujada por el rhythm and blues nació su forma espuria y aún vigente: el rock and roll.
Desde entonces el jazz evolucionó, protagonizó corrimientos laterales, involucionó, volvió a evolucionar y se nutrió de cuanto pudo, siempre que esos aportes estuvieran en consonancia con sus fundamentos y que no alteraran su papel de protagonista y rey del mambo (hasta del mambo dicho con propiedad descriptiva llegó a nutrirse con el matrimonio entre el cubano Chano Pozo y Dizzy Gillespie. Pozo, además, aportó un granito de arena a la poca respetabilidad del género y el escaso crédito que obtenía de los oídos académicos, dándose el lujo de ser apuñalado y muerto en plena calle). No obstante ése y otros acaecimientos de dudosa honra, fue una música que transitó, en menos de un siglo, por todos los momentos evolutivos a que está destinada la expresión humana cuando no es un folklore y se concede el lujo de despegarse del tronco primigenio.
El recorrido nace en las diversas fuentes confluentes a finales del siglo XIX –el blues, los cantos de trabajo, los negro spirituals, el ragtime, la música de tradición europea--, se insinúa como forma evolucionada a través de la integración en varias ciudades de Estados Unidos (con Nueva Orleans como paradigma limitativo) y logra la síntesis a finales de la segunda década del siglo XX. De allí en más, mediando transformaciones no siempre incruentas (a finales de los años veinte aparecen los primeros críticos y especialistas en la materia, con consecuencias no siempre integradoras), una suma de madureces --cada una de las cuales tiende a arrogarse la cualidad de resolutiva— conduce al jazz a la disolución de la forma en los años sesenta. ¿Murió el jazz entonces? Muchos, desesperados por lo que siguió a esos hechos, pensaron que sí. Otros, sobre todo músicos, se lanzaron a la invención de algo que les diera sustento. Es evidente que la música de Cecil Taylor, el último John Coltrane, el cuarteto de Ornette Coleman o Albert Ayler no daba para llenar locales específicos semanas enteras y, mucho menos, para vender discos. Eran los años de la New Thing, Free Jazz o como quiera llamárselo, y el público, confundido, tendió a abandonar el jazz en todas sus formas, incluidas las más tradicionales.Con la reproducción sonora la música se nutre de la juventud. En los años sesenta, los jóvenes melómanos ya eran jóvenes consumidores. Este nuevo papel necesitaba, en el aspecto musical, de un objeto (o idea) de deseo que excediera los límites del disco. ¿Inventar una música? ¿Por qué no? A principios de la década del sesenta Duke Pearson, un talentoso pianista y compositor --que fue director musical del sello Blue Note-- advirtió que el jazz estaba abandonando a los jóvenes negros. Es más, quizá intuyera que lo que más sufría el abandono era el continuo constituido por los cuerpos de esos jóvenes. La respuesta concordante del público (negro y blanco) fue abandonar el jazz. En consecuencia sugirió a los directivos de la empresa y puso en marcha lo que podría haberse llamado operación bogaloo, un invento que consistía en insertar, en los discos del sello donde cupiera, piezas con posibilidades bailables (hay ejemplos suficientes en los discos de Lee Morgan, Donald Byrd, Freddie Hubbard, Hank Mobley y el propio Pearson). Estas incursiones cinéticas no sirvieron más que para que algún nostálgico de arrabal regresara transitoriamente al jazz, ensayara unos pasos y se rindiera a la evidencia de que el meneo estaba en otra parte, es decir, en otra música. El jazz, no obstante las buenas intenciones de Pearson, había abandonado su matriz popular mucho antes de las disoluciones propias del free e implacablemente atribuidas a sus representantes principales. Diez años antes, los “mambos” de Gillespie, Pozo y el compositor cubano Chico O’Farrill ya eran mucho más escuchados que bailados.
Pero es necesario hacer justicia: lo de entonces era difícil y provocaba situaciones de desorden y discordia.
Ni el free jazz tomó forma como tal de la noche a la mañana, ni debió colocársele la etiqueta de última consecuencia de una evolución acelerada como el siglo en que se estaba. También diez años antes, en la misma época de Pozo y Gillespie, Lennie Tristano –pianista y compositor ciego de Chicago– ensayaba unas formas decididamente libres con su sexteto (donde tocaban los saxofonistas Lee Konitz y Warne Marsh, sus discípulos). Lennie Tristano es a Cecil Taylor lo que, en artes plásticas, Cézanne al expresionismo abstracto; sólo que el tiempo que separa el ensayo de la consumación es, ahora, en la cronología específica del jazz, vertiginosamente corto.
Cada momento convocó al Apocalipsis, cada reflujo a la integración.
Cuando las free forms terminaron de definirse como la instancia concluyente –para muchos el último movimiento de un crimen de lesa sensibilidad humana–, el jazz volvió a mirar al cuerpo, inventándose una música que, aunque bien podría haber sido celebrada mediante movimientos y pasos, nunca fue bailada. Hacerlo era quitarle respetabilidad. Eran los años setenta y se daba paso a un fenómeno que, a falta de otra síntesis, llamaremos fusiones.
En esencia se trataba de una incursión de los músicos de jazz en el mundo de la música juvenil, especialmente el rock and roll en sus diferentes formas derivadas. A esta nueva música los jazzmen –instrumentistas y compositores muy preparados en los aspectos técnicos y teóricos de los instrumentos y la música misma—aportaron el refinamiento y la cultura (entendida como suma de conocimientos y reflexiones); era la astucia del aristócrata que se inserta en el mundo lúmpen. La primera línea de esta modalidad musical (que fueron varias a través de los años) la aportó Miles Davis con obras grabadas y actuadas en las que suele percibirse una gran belleza formal. Al contrario que otros músicos –como el ya mencionado Donald Byrd, que también incurrió en la vía del peculio estelar– Davis se reservaba espacios donde poder colocar, a veces sólo con una nota sostenida, señas y signos de su personalidad artística. Dentro de la parafernalia de sonidos eléctricos, la puesta en escena –que incluía una sexualidad apenas sublimada– y la pulsión rítmica á la mode, Davis se movía como el suicida no consumado; sus sonidos, que eran un desgarro, podían estar diciéndonos que él y su trompeta habían escapado de las zarpas de la disolución por un pelo, o un segundo. Ciertamente, una audición de su última música no eléctrica ni “fusionada” nos indica que también él –como integrante del selecto grupo de vértebras del raquis del jazz— había estado a punto de caerse en el pozo séptico… y en la pobreza material. La exhumación de las sesiones en vivo de su último quinteto (“acústico”) en el Plugged Nickel de Chicago muestra ese deslizamiento dramático y hasta deja oír los gemidos de auxilio de los cuatro jóvenes y un hombre hecho y derecho: Ron Carter, Wayne Shorter, Herbie Hancock, Anthony Williams y Davis. Todos ellos, con la excepción de Carter, se encaminaron hacia una música aceptable por las masas. Apocalipsis. Integración. Muerte de unas almas, alivio de otras.
La crítica, lamentosa o de parabienes. ¡Ay que ver cómo saben convivir los expertos! “El regreso a formas canónicas ya es del todo imposible”, escribió un crítico afamado e italiano, relacionado con los medios de la izquierda moderada. “¿Cómo es posible que tanta belleza haya tenido un final innoble?”, dijo un aficionado vejete por la radio, en un programa participativo; “y esto no es nada en comparación con lo que vendrá: la desaparición de la memoria sonora, el confinamiento a discotecas particulares y, después, a las memorias de quienes tengan memoria musical”, concluyó un superviviente del “sesenta y ocho” europeo, memorioso vocacional. Me hago cargo de esa desesperación colectiva, la comprendo: en su momento me llegaron esas lamentaciones. Y parabienes, como los de personas tan conspicuas como Joachim E. Berendt y Arrigo Polillo, que saludaron la irrupción de esa música con corrección política –como se insinúa desde hace algunos años que debe definirse la capitulación– y talante democrático. (¡Prohibido negarle validez a nada que emane de las culturas no protegidas! Faltaría más.)
Entretanto, un tipo de jazz no impregnado comenzaba a tomar forma y sus cultivadores a tener un respiro en los festivales específicos que, en los años setenta, comenzaron a formar un tejido tenso y salvador. En esos escenarios multitudinarios también tuvieron lugar donde colocarse personas que no habían sucumbido a la tentación conservando sus estilos, al momento, considerados perimidos. De este modo, al tiempo que las fusiones languidecían, en el transcurso de diez años ocurrieron asombrosas integraciones y sobrevivo cierta, digamos, calma.
En primer lugar, surgió un jazz esencial nutrido de las fuentes del free y el blues. Es verdad que ya estaba allí, latente y palpitante, pero desde Chicago empujó un flujo que se permitía ignorar no sólo las etiquetas estilísticas sino también las consideraciones que las justificaban, (porque el crítico cuando compara es que compara de verdad y a ninguno le interesa comparar por frivolidad). Chicago dio lugar a asociaciones de jazzmen sobre todo interesados en la música. Los ejemplos de la época podrían llevar los nombres del Art Ensemble of Chicago, Muhal Richard Abrams y David Murray, aunque la propagación se extendió a otras ciudades y a muchos músicos y orquestas. Entretanto, desde Nueva Orleans –“cuna” aceptada del jazz— se proyectaban reflejos del pasado atravesados por el bebop: música de fanfarria con alma contemporánea (el jazz siempre incluyó la ironía entre sus “sentimientos”). Quizá la procedencia festiva, el clima propenso a los placeres y dolores de la carne, la comida picante y la fruición que proporciona el estar desenterrando un muerto vivo, hicieron de la nueva música de Nueva Orleans una avanzadilla de renacimiento del jazz. Un apellido, el de la familia Marsalis, sintetiza esta corriente aunque no termina de definirla. La saga se continúa, hoy día, en ejemplares de jazzmen puros como el saxofonista Wessell Anderson y el trompetista Nicholas Payton.
Aparentemente, esas músicas no tenían mucho que ver entre sí, aunque alguien se sacara de la chistera la idea de que el jazz, que en los años diez y veinte había emigrado de Nueva Orleans a Chicago, ahora hacía el viaje a la inversa. Invito a preferir la idea de la autonomía y superposición; da más alegría al resultado.
Esas dos corrientes impetuosas y paralelas, más la reserva de lo que no había muerto en épocas de desprecio, se encontraron entonces con un público sorprendido y algo amanerado como consecuencia del monumentalismo instaurado con las fusiones. Los más fieles amantes del jazz, sospechando que su música era una forma de arte frágil, carente de armas defensivas, se habían resignado a que cayera definitivamente ante el primer ataque serio. Un ataque proveniente de sus propias filas. Habían circulado aires de alta traición y el descreimiento cundía impidiendo que las mejores orejas advirtieran unos nuevos flujos que les traerían la renovación del placer, el reencuentro con unas partes de sus almas. Éstos, no apocalípticos, desintegrados.
Pero hubo incomodidad. Por un lado por la aparente aridez de la música de Chicago, por otro por el “conservadurismo” moderno de Wynton Marsalis y compañía, integrados hasta el mango. Desazón. Apocalipsis. Algo estaba faltando y no se sabía qué era. Alguien sospechó que la recuperación no sería plena sin un reflotar de la inocencia; pero la inocencia ya no es un valor cuando hemos traspasado sus cortafuegos; más allá, la quemazón. El revival de la música swing y de sus derivados sólo sirvió para que viejitos largamente jubilados, generalmente ingleses, sacaran los charoles del armario y en el reflejo comprobaran, lánguidamente, que las arrugas de sus caras también estaban en la historia, en las vidas que les tocó vivir, que en parte se movieron al ritmo de las bandas de Count Basie, Jimmie Lunceford y Charlie Barnet (por nombrar extremos aplicables a los años treinta y principios de los cuarenta). Los sonidos del nuevo swing de laboratorio, no obstante la honradez de muchos de sus practicantes, nos insinuaban que allá en el paraíso Count Basie reía de pura compasión. En Chicago y Nueva Orleans (la limitación de los emplazamientos es para abreviar) se dieron cuenta de que no se trataba de recuperar nada porque nada se había extraviado, sino que había estado latente.
La habilidad consistía en recuperar el acervo allí donde había sido abandonado, y que un nuevo flujo permitiera incorporaciones hasta el momento inusuales. El cuerpo del jazz andaba necesitado de cimbronazos, tal y como los cuerpos de quienes escuchaban. Quizá se tratara nada menos que de readmitir la llamada raíz popular; una cepa que en el jazz estaba muy cercana, al alcance de la mano. Fue entonces cuando en Estados Unidos tuvieron que ceder terreno y hundir su orgullo en el légamo general, el mundo. Nadie se había dado cuenta pero en Suecia, en los años cincuenta, Lars Gullin y Jan Johannson recurrieron a la tradición folklórica propia para crear un nuevo cuerpo de standards; era una usanza más cantabile que orgánica, más bolerística que baladística, pero apelaba a otra memoria sin salirse del cauce jazzístico. Nadie se enteró, pero fue un paso con substancia. En la Europa del postfree y la postfusión hicieron aparición diferentes modalidades de recuperación de las tradiciones populares propias, entroncadas con el jazz más canónico. Los gitanos franceses y húngaros, por ejemplo, fundieron con naturalidad una tradición nómada (el violín y el acordeón son instrumentos con los que se puede huir si los acontecimientos empujan o los nazis vuelven) con la férrea condición urbana del jazz; así, caballos y automóviles, cemento y polvareda obtuvieron carta de representación sonora a través de un estilo que también es jazz y que no tiene representación ni en Chicago ni en Nueva Orleans (aunque algo de él, un punto de contacto con los cuerpos que se desplazan, tiene que ver con las fanfarrias de los cortejos fúnebres de N.O.). ¿Integrado? No, más bien desintegrado; nunca apocalíptico.
Y cundió esa forma de la alegría que concede la certeza de una supervivencia. Al margen de las corrientes invalidadas por sus rigideces, el jazz era invadido y estimulado en su propia sangre por unos dardos provenientes de no se sabía dónde. ¿Quién lo hubiera dicho? Emanaciones de la música de bandas populares italianas, como en las composiciones y realizaciones del clarinetista y saxofonista Gianluigi Trovesi, penetraron en un terreno que, ahíto de academicismo, daba luz a los fundamentos del jazz italiano de vanguardia; música que invita a ensoñar movimientos que entroncan con la tradición de las cosechas y el trabajo industrial y que mira a los mitos del bosque, el mar, las fábricas y la resistencia partisana.
También la expatriación trajo nuevos aires. En Francia, el pianista ex yugoslavo Bojan Zulfikarpasic (llamado Bojan Z. con el fin de evitar tropiezos) introdujo aires balcánicos en una música que logró la adhesión de la plana mayor de los instrumentistas franceses y también de la crítica especializada. Este jazz de la desintegración de la unanimidad invita, festivo o melancólico, a una integración del cuerpo danzante; los más audaces podrán perecer en el intento, pero la invitación está allí, con unas pulsiones rítmicas desbocadas y unos juegos melódicos que nos recuerdan el paso del Imperio Otomano por ese mundo hoy fragmentado.
En España el pianista andaluz Chano Domínguez y el saxofonista valenciano Perico Sambeat han logrado dos comuniones diferentes pero convergentes. El primero, siguiendo indicaciones dadas por Miles Davis y Gil Evans hace cuarenta años, reabre los momentos de encuentro natural entre la tradición del flamenco, la del piano clásico y la del trío jazzístico, con unos resultados que se taconean y acompañan con palmas (a veces incorporadas en sus espectáculos y grabaciones). La última música de Sambeat acoge –después de unos comienzos jazzísticos apegados al tronco principal– la palma de la tradición gitana y el tambor del caribe con una correspondencia natural y refinada. La región de la que procede, el Levante español, tiene una gran tradición de bandas populares, que es reivindicada por muchos músicos valencianos que en esos ámbitos populares y festivos comenzaron a tocar sus instrumentos. En Valencia la gente baila con las bandas.
En Argentina se tiende a la consanguinidad del jazz con formas propias, entendiendo esa relación a través de un vínculo –que se cree natural y que quizá lo sea– entre tradiciones populares diferentes, aunque con conjugaciones indirectas (como el común origen prostibulario y barriobajero entre el jazz y el tango). El tango ha encontrado una vía de escape hacia el jazz a través de la música del pianista Adrián Iaies. Escuchada desde el apego a una de las dos modalidades, la música de Iaies es más la otra que la propia; dado que esta sensación se percibe desde ambos ángulos con el mismo malestar (quizá todo acotamiento sea, efectivamente, un ángulo filoso que impide mover el cuerpo y cualquier excitación fuera de lugar), debemos convertirnos en un fiel que reparte el peso estableciendo un nuevo parámetro, sin márgenes para la intolerancia. Así, tenemos jazz que se puede escuchar y bailar como tango, y tango que se puede bailar y escuchar como jazz. Dos Apocalipsis convergentes se anulan mútuamente por suerte para los supérstites. Otra historia es la de la inclusión de la tradición folklórica: las chacareras se han mostrado muy adecuadas tanto al revoleo de patas como a los solos del mismo Iaies o de cualquiera de los músicos del Quinteto Urbano, que hace una música que –no obstante la apariencia– sólo un necio se atrevería a definir como hardbop.
Todo esto ocurre en “las afueras”. ¿Qué pasa, contemporáneamente, adentro, por ejemplo en Nueva York? Allí desembarcó el Caribe, llegó la verdadera pachanga, el jazz se llenó de sexo nuevo, de vida. La irrupción de Puerto Rico y Cuba (pero también de Santo Domingo, Panamá y Venezuela) ha dado lugar a unas pulsiones sólo lejanamente emparentadas con la música de Gillespie y Chano Pozo. El llamado Latin jazz (una etiqueta reduccionista y de marketing) recrea un mundo por ahora establecido en la periferia de un sistema que casi sucumbe en 11 de setiembre de 2001; es música de pobres, de bilingües, de desclasados y comedores de picante; música de gente que baila para celebrar que baila; personas que celebran la posesión de un cuerpo. Un gran saxofonista se llama Sánchez, otro Zenón, hay pianistas que se llaman Pérez o Simón, contrabajistas que se presentan como Benítez y bateristas que firman Cruz, como Adam Cruz. Y la música que hacen, ignorando a apocalípticos e integrados, es jazz porque esa palabra nunca tuvo vocación (como si las palabras la tuvieran) de asentarse en un lugar, o sentarse en un trono. Igualmente, una nueva integración –entendida como el rescate de una tradición dormida– está siendo asumida por los nuevos burgueses de la cultura negra, con Wynton Marsalis a la cabeza. El montaje de suntuosas bandas swing tiende a restituir tanto un orgullo cultural perdido como una elasticidad del cuerpo adormecido en el consumo de la música pasiva; no deja de ser un detalle de amor hacia los abuelos ya desaparecidos.
Estas formas de jazz desintegrado, en regiones no necesariamente convergentes, son también una sola forma. Como lo era, por ejemplo, en 1960, cuando todos los estilos y los momentos evolutivos convivían. Como todo arte, esta segunda parte multiforme del jazz tiende a su disolución.
©2003 Carlos Sampayo es critico y escritor radicado en España de una de las mejores revistas de Jazz escritas en nuestra lengua " CUADERNOS DE JAZZ " revista que una vez que se acabo la paridad con el dolar nunca mas entro al pais.-
1 comentario:
Has elegido un texto muy clarificador para entender cómo funciona, ha funcionado y posiblemente se orienta este “asunto” llamado Jazz.
Me llama la atención la perfecta selección de nombres y fechas que explican la evolución de esta música y la interpretación que hace de la aparición del bop, que consiguió la apertura a nuevos caminos, pero perdió la comunión que existía con la mayoría del público. Y esta comunión en distintos momentos se ha intentado reconquistar con mayor o menor acierto.
Muy importante también me parece la referencia a los años sesenta y en especial la mención de un sello, Blue Note, y la reorientación que quiso tomar. Hoy en día esas grabaciones, haciendo lo que para mí es una relectura incorrecta, son incluso apreciadas.
También me resulta muy acertado hablar del “jazz latino” como una etiqueta comercial y de Marsalis como un nuevo burgués de la cultura negra.
Para mí en los sesenta terminó una época, aquella en la que se entendía el jazz como la unión de la herencia africana y europea en territorio USA. A partir de ese momento van a entrar nuevos ingredientes y la suculenta comida se va a cocinar fuera de Estados Unidos.
En conclusión, el Pacífico y el Atlántico no los interpreto como elementos de separación sino como caminos de integración. Durante muchos años “el blues” fue la base y materia de trabajo, así como las canciones populares, ese ámbito se ha abierto hacia el fado, el tango, algunos cantes del flamenco y otras influencias. Todos tienen algo en común, individualidad y sentimiento. Todo estará condicionado por los rumbos que tome la comercialización de la música, pero eso también lo sufrieron Bach, Mozart, Beethoven, los románticos, Mahler y cualquier persona que se ha dedicado a la música.
Habría sido un buen título “Miles, el suicida no consumado”.
Un saludo y gracias por la recomendación de los libros.
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